Bert Hellinger nos vuelve a sorprender con otra de sus cartas. Aquí os dejamos parte de ella, la historia de la compresión. En este 2013, desprendámonos de lo aprendido que no es nuestro y encontremos nuestro camino, nuestros deseos, nuestra meta…
«La comprensión
Un grupo de personas animadas por los mismos sentimientos y que aún se consideraban principiantes, se encontraron y hablaron de sus planes para lograr un futuro mejor. Ellos convinieron en que harían todo de otra manera. Lo habitual y lo cotidiano y ese eterno círculo vicioso les resultaban demasiado estrechos. Ellos buscaban lo único, lo sin par, la vastedad, y tenían tantas esperanzas de encontrar el camino hacia sí mismos como nadie había tenido antes. En su mente ellos ya se sentían en la meta, se imaginaban como sería y entonces se decidieron a actuar.
«En primer lugar», dijeron, «tenemos que buscar al gran maestro, pues ese es el comienzo». Y se pusieron en marcha. El maestro vivía en otro país y formaba parte de un pueblo extranjero. Muchas cosas extrañas se decían de él, pero nadie parecía saber a ciencia cierta la verdad. Muy pronto el grupo ya se había apartado de lo habitual pues aquí todo era distinto: las costumbres, el paisaje, el idioma, los caminos, la meta. A veces ellos llegaban a un lugar del cual se decía que allí vivía el maestro. Sin embargo, cuando querían averiguar algo más concreto escuchaban que se acababa de marchar y nadie sabía qué dirección el maestro había tomado.
Hasta que un día finalmente lo encontraron. El maestro estaba con un campesino en el campo. Así se ganaba su sustento y un lugar para pasar la noche. Al principio el grupo se negó a aceptar que ese fuese su tan largamente anhelado maestro e inclusive el campesino se sorprendió de que ellos considerasen especial a ese hombre que trabajaba con él en el campo. Fue entonces cuando él dijo: «Sí, yo soy un maestro. Si ustedes quieren aprender de mí permanezcan aquí una semana. Yo los instruiré».
Estas personas animadas por los mismos sentimientos se pusieron al servicio del mismo campesino y recibieron alimentos, bebida y alojamiento. Al llegar el octavo día, cuando ya se había puesto oscuro, el maestro los llamó, se sentó con ellos debajo de un árbol y les contó una historia.
«Tiempo atrás un joven reflexionó sobre lo que quería hacer con su vida. El provenía de una familia de alcurnia, estaba protegido de las aflicciones de la necesidad y se sentía obligado a buscar lo sublime y lo mejor. Y así abandonó a su padre y a su madre, se unió durante tres años a los ascetas, también a ellos los abandonó, encontró luego al Buda en persona y supo que tampoco esto era suficiente para él. Él deseaba llegar más arriba, allí donde el aire es delgado y se respira con dificultad: allí donde nadie jamás había llegado antes que él. Cuando finalmente llegó, se detuvo. Era el final del camino y allí se dio cuenta que había sido el camino equivocado. El entonces quiso tomar la otra dirección. Descendió, llegó a la ciudad, conquistó a la más bella cortesana, fue socio de un rico comerciante y pronto él mismo se convirtió en un hombre rico y respetado. Sin embargo él no había descendido completamente en el valle. Sólo se mantenía en el borde superior. Para una entrega total le faltaba valor. Él tenía una amante, pero no una esposa, tenía un hijo, pero no era padre. Había aprendido el arte de amar y el de vivir, no obstante no había aprendido el amor ni la vida. Comenzó entonces a despreciar aquello que no había tomado, hasta que se hartó de eso y también lo abandonó».
Aquí el maestro hizo una pausa. «Tal vez ustedes reconozcan la historia», dijo, «y ustedes también saben cómo terminó. Se dice que al final el hombre se volvió humilde y sabio y entregado a lo común y corriente. Pero qué significa esto cuando antes se ha desaprovechado tanto. El que confía en la vida no rehúye lo cercano para buscar un ideal lejano. Domina primero lo ordinario. Ya que, de lo contrario, también lo extraordinario en su vida -suponiendo que exista— no es más que el sombrero de un espantapájaros».
Se había hecho silencio y también el maestro callaba. Entonces, sin decir palabra, él se levantó y se fue. A la mañana siguiente el maestro había desaparecido.
Durante la noche había emprendido nuevamente la marcha sin decirle a nadie hacia donde iba. Ahora la gente animada por los mismos sentimientos volvió a estar librada a su suerte. Algunos de ellos no quisieron aceptar que el maestro los había abandonado y nuevamente se pusieron en marcha para encontrarlo. Otros apenas pudieron diferenciar entre sus deseos o miedos y sin orden ni concierto buscaron otro camino. Sin embargo uno reflexionó. Fue nuevamente hasta el árbol, se sentó y miró a la lejanía hasta que hubo calma en su interior. Puso fuera de sí lo que lo amedrentaba como alguien que después de una larga marcha se saca la mochila antes de descansar. Y se sintió liviano y libre. Ahora allí estaban frente a él: sus deseos – sus miedos – sus metas – su verdadera necesidad. Y sin que él mirase de cerca o quisiese algo especial – más bien como alguien que se encomienda a algo desconocido- esperó a que sucediese, que todo se acomodase al lugar que le correspondía en el todo según su propio peso y su rango. No pasó mucho tiempo antes de que se diese cuenta que allí afuera algo disminuía, como si alguien escapase a hurtadillas como un ladrón desenmascarado que se da a la fuga. Y comprendió: aquello que había considerado como sus propios deseos, sus propios miedos, sus propias metas, todo eso no le había pertenecido nunca. Todo eso venía de algún lugar totalmente distinto, y tan sólo se había anidado en su vida. Pero ahora su tiempo había acabado.
Parecía que aquello que aún estaba delante de él comenzaba a moverse. Volvía a él aquello que realmente le pertenecía, y cada cosa ocupaba el lugar que le correspondía. En su centro se concentraba fuerza y entonces él pudo reconocer su propia meta, la meta que le correspondía. Todavía esperó un poco más, hasta que se sintió seguro. Después se levantó y se fue.»